Soy Itzel Rodríguez Mortellaro, chilanga, y he de confesar que conozco un tramo muy corto de mis largas raíces ancestrales. Soy hija de María Mortellaro, que nació en uno de los barrios bravos de la Ciudad de México, y de Francisco Rodríguez, que vio la luz en Tampico, Tamaulipas, migró con su familia a San Luis Potosí y, finalmente, residió y murió en la Ciudad de México. Soy nieta de Giuseppe Onofrio Mortellaro Nicoletta o Don José, oriundo de un pueblo perdido en las montañas de la isla de Sicilia, que cruzó el Atlántico, para arribar a Estados Unidos a principios del siglo XX y, por obra del destino, tuvo esposa e hijos mexicanos; y de Glafira Grovas, quien seguramente tuvo ancestros hispanos (la delata el apellido). Mis abuelos paternos fueron Inocencia Trujillo y Patrocinio Rodríguez, de los que tristemente sé muy poco pues sólo conocí a mi abuela, cuya imagen indígena aun recuerdo. Dicen los familiares potosinos que mis abuelos nacieron en el estado de Zacatecas, pero no puedo afirmarlo. Mi papá siempre vio en mi mirada, los “ojos zarcos” de su padre, quien fue minero y comerciante. Hasta ahí llega lo que sabía, hasta hace unos meses, de mis antepasados. A este sucinto y más bien modesto recuento, ahora debo añadir, aunque todavía no logro asimilarlo, las raíces que me ha revelado la ciencia genética. Éstas se hunden tan pero tan profundamente en la geografía, que llegan al otro lado del planeta, al territorio que hoy conocemos como el norte de la India. También me han dicho,  que mi supuesta ascendencia indígena, que yo aseguraba “norteña”, está afiliada a los nahuas del centro del país.

El proyecto del Mosaico genético me ha llevado a imaginar, escondido en mis células, un complejo código secreto que recoge una larga historia, que rebasa irremediablemente el legado inmediato de mis padres y abuelos. Me gusta pensar que, en mi cuerpo, se manifiesta la memoria genética de personas que habitaron el espacio indoamericano –esa parte que llaman Mesoamérica—  miraron el horizonte mediterráneo, sintieron frío en las montañas del Punjab (¿o tal vez Cachemira?) y caminaron por las tierras africanas donde se originó la vida humana. Cuando intento “mirar” hacia atrás –sería mas preciso decir “adentro”—  imagino espacios y tiempos que, aunque “objetivos”, para mí son borrosos, espectrales e irreales. El pasado ya no existe, como tiempo se ha perdido irremediablemente; pero las células desafían al olvido porque logran que lo que fue sobreviva de muy distintas maneras en cada uno de nosotros. Soy historiadora y aunque estudio las “herramientas conceptuales” y los “discursos” en torno a la vida de los seres humanos en el tiempo, cuando se trata de mi pasado, me resulta imposible aprehenderlo con mis sentido o mi mente. Por eso, este camino de autorreflexión me lleva a las imágenes, con las que me siento cómoda para expresar lo inefable.

Mi propuesta es retomar y ampliar este breve texto; aderezarlo con imágenes, palabras y otras formas expresivas. Para mí, el formato debe reflejar la intimidad e introspección con las que escribo estas líneas. Espero transmitir la experiencia integradora y desintegradora de reconocer que no soy una, pues en mí habita la humanidad.


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