La raigambre de una cultura es su migración.
Las mojoneras, las líneas fronterizas,
las aduanas cuando significan supremacismo y actúan
desde el prejuicio
bajo la sospecha de que los que llegan
lo hacen para pudrir los acervos de los anfitriones,
asfixiará las potencias de cualquier civilización.
Las metáforas fundacionales de los caminos recorridos,
las de la movilidad de los cuerpos en el mundo pero sobre todo de las ideas,
que permiten compararnos por su claroscuro,
las ideas que van por saber que en las antípodas,
que en las maneras, en las sabidurías arracimadas en los dominios
más lejanamente opuestos se descubre el rejuvenecimiento de su sí mismo y es más,
la posibilidad incluso de una cultura dada, lo es todo.
La comprobación
de que la fuerza de una sangre radica
en este nutrimento,
en la posibilidad de dejarse allegar por la alteridad,
supondría entonces
de la participación de estados de vanguardia,
de gobiernos soberanos que, seguros de su soberanía,
autoafirmados y protegidos
por instituciones menos salvajes y más precisas,
y por ende más genuinas y poderosas
esto último, por supuesto, no por su capacidad militar,
su poder de exterminio de lo que no es igual a sí.
Por el contrario, los pueblos porosos, armados
desde el deseo de hacerse como esponja,
significan una verdadera querencia,
guarecencia para al albergar,
más que las armadas, los centros comerciales,
el corporativismo salvaje,
lo que sobrevive del espíritu humano.
Hacen, con ello de abrirse,
un nuevo y verdadero humanismo.
Aquí y ahora, en esta tierra,
debemos sabernos como burritos andinos,
troncos que se echaron a las aguas,
seres en la espera de su emancipación,
la rotura de sus grilletes,
en pos de un reconocimiento filosófico de su independencia, genuinidad, pero también de su poder de alimentar al otro al mismo tiempo que a sí misma en un contubernio cultural.
En los individuos como en las naciones,
se clama el derecho al disenso, la diferencia.
Y la anagnórisis que se convierte en catarsis
luego de lograr su cometido,
aleja a los cánceres culturales más lamentables:
el egocentrismo, la soberbia,
que llevan irremediablemente
a la desecación de los derechos del hombre.
Hay miedo de perder lo que es nuestro.
O lo que pensamos que es.
Pareciera que,
aún sabiendo que debajo de nuestras máscaras
somos apenas niños un tanto huérfanos,
enfermos hasta la locura por el poder y el dinero,
no nos atrevemos a decirnos,
regresa,
démonos rostro,
acontezcámonos antes de desaparecer
hundidos en nuestros terruños.
Y nos aniquilamos.
La parte disidente y la rebaba la destazamos.
Lo que huela a cueva, a culturas y no civilizaciones,
queremos cortarlo de raíz.
Pero no. Así no será. Nunca será.
Estamos ligados ya, heridos todos de incomprensión,
asombro y hartazgo.
Especies cada una mutantes de la otra
a la que quisieran tajar.
Bajo el agua turbia,
bajo los manteles de las convenciones internacionales
para hermanarnos en el capitalismo,
que no hacen sino borrarnos las huellas dactilares,
hacernos falsamente iguales,
que nos licencian con pasaportes ultramodernos
como ciudadanos del mundo,
nadando en gelatina sin cuajar o a punto de disolverse,
sobrevive el pez inatrapable de la identidad,
con sus colas de mil colores,
y que deberíamos ya haber aprendido a ver.
Hay malas noticias.
Y pasmo.
Sinfín de epitafios y programas de asistencia social
que son cada vez menos de asistencia
y casi nunca del orden de todos.
Eso sí, hay cine de superhéroes,
para salvarnos de seres malos imaginarios,
millones de niños afectados
por comprar figuras de acción para, justo, no accionar.
Pero no tal cosa de un contrato social,
cartilla moral con cual identificarnos.
Y a pesar de ello,
nada, no hay nada más importante
que lo que subyace con los ojos abiertos.
Eso, bien que lo sabemos
aunque lo queramos ocultar
con educaciones sentimentales trasnacionales.
Debajo del cuadro de honor de las Naciones Unidas,
estipulado por una maestra de edad avanzada
y poco sabedora del orden de las cosas,
hay siempre,
aunque languidecente,
agonizante por hemofilia y el plomo de las casas de moneda,
una sangre que se rehúsa a enfriarse,
y que grita por el auxilio de Natura
y un tipo de hombre nuevo,
rescatar algún gen que le sobreviva digno.
Malas noticias, también malos augurios
por falta de interés por diagnosticarnos y atendernos.
Y falta tiempo. Eso que, en las almohadas del desdén, ya perdimos.
Ni siquiera por respeto a nuestros muertos,
los próceres que nos dieron alguna máscara
para ocupar como libertad.
Hay, de sobra en este tercer planeta,
más muertos debajo de nosotros que vivos felices.
Son, para las nuevas generaciones,
restos humanos desligados de rostro.
Apenas eso.
Restos. Anónimos.
Aunque debiera ser al revés:
que ofrendáramos a ellos nuestra inteligencia,
les otorgáramos una ofrenda a su memoria,
levantáramos desde su vida nuestro registro curricular tan palmeado.
Sacar su cara del hoyo, de aquellos muertos, caídos por nosotros,
saber que ellos lucharon por el pez de mil colores,
ellos mismos eran uno,
fueron sinónimo de electrones en movimiento
entre continentes,
traficantes de ideas
y acupunturistas señeros, gestores y técnicos de las democracias de nuestras sociedades,
significaría movernos.
Movernos es lo que necesitamos.
No mudarnos de ropas sino de casas,
de sistemas de relación.
Volvernos de nuevo patos migrantes,
trashumantes,
volar o nadar como peces en el agua, anfibios entre el pensar y el sentir,
entre continentes desecados,
animales errantes e imperfectos,
plenos de frenesí por seguir,
por fluir en el universo.
Hay deudas. No bancarias. De sentido.
Problemas de ubicación en el mapa de la realidad.
Y no podrá darse ningún regodeo más de nuestra frágil y entredicha humanidad,
sin otorgar ese rostro a los antepasados,
ponérnoslo sin rechazar su sangre coagulada, con todo y sus fugas y goteos.
Para lograr una nueva escultura social se necesita de nuevo ser seres de madera.
No aluminio, acero inoxidable de superhéroe mentiroso.
Habrá ya que abandonar nuestro ímpetu imbécil por amar más la elevación de nuestro puesto en una oficina,
las láminas de los autos de carreras
que nuestra propia genealogía o descendencia.
La velocidad idiota,
el tiempo de la flecha.
Porque alguna vez fuimos eso,
madera de árbol sagrado,
en la metáfora no fósil sino amorosa
de lo arbóreo como alternancia,
virtud de lo que soñamos como humanos.
Los árboles, los deltas de los ríos,
las orografías que también son nuestras venas,
que nos recorren y aglutinan,
nos piden atención inmediata.
Más hombres de madera y agua aterida, menos poliéster.
Más patos voladores con todas sus vetas,
árboles frondosos de saber y reprogramar,
peces de colas multicolores, que sólo pasar,
hacerse de largo.
¿Acaso aquellos rostros enterrados de nuestros héroes verdaderos que no los imaginarios,
con los ojos abiertos sí,
pero enterrados al fin,
que claman y reclaman
su resurrección,
esas maderas viejas de donde provenimos,
no fueron y son tiradas a hachazos,
calcinados en incendios premeditados,
finamente provocados y calculados?
Así esto,
sólo algunos morirán en ellos.
No los ricos, por supuesto, no los privilegiados.
Porque somos más humanidad que esa lesa que,
con base en un derecho de pocos contra los naturales se contrata y se despide a cada rato, mucho más humanidad en esta especie que se digna o conforma de serlo.
Vivimos y laboramos en edificios gigantes como Babel,
rodeados de lagos artificiales y pastos sintéticos,
como falos perpetradores dispuestos a fungir como tótems,
obeliscos de lo verdadero sin más.
Y ahí, compramos en la milagrosa vending machine, nuestras aceitunas rellenas de llanta vieja pero eso sí, con la ayuda rotunda e inigualable, magistral y ecuménica, qué milagro, de la comunicación digital,
que no de manos y dedos sino de báculos y batutas, bulas y decretos, feudalismos corporativos.
Puras funerarias luego de atiborrarnos de naproxeno.
Así las cosas.
La fuerza de la sangre,
esa ilustre fregona,
ya ni es nuestra.
Tampoco necesariamente proviene ya,
melancólicamente,
de algún polvo de estrellas.
Hemos dado al traste con cualquier orden establecido.
Provenimos del mundo pero este ya no nos pertenece.
Es este un nuevo Pangea, maná para algunos cuantos.
Y las grandes metáforas de la cultura,
el nomadismo, derecho de correr, corrernos, recorrernos, reconocernos con los pies por toda la tierra, las migraciones para abrirnos,
los caminos que sabemos, queremos ver, lo intuimos, como dibujos de luz,
se han taponado.
¿Qué será de nuestro cuerpo individual y social,
de nuestras cordilleras,
con aquellos caminos otrora abiertos y ahora clausurados?
¿Dirá por mucho tiempo la sangre todo aquello
que nos gritó a través de eso que conocimos por arte y cultura? Tal vez muy poco.
Ojalá que sea de nuevo que la sangre nos diga
déjame correr, atrápame o alcánzame si puedes,
que no nos sigamos dando contra los muros,
tasajeando nuestro rostro a cañonazos.
Que seamos de nuevo peces con colas de colores,
patos que viajan hacia aquellos confines
que hemos casi aniquilado,
árboles bien plantados que nos hagan aflorar,
asumiendo lo que de paso no podemos cambiar
como nuestro sino,
nuestro destino,
como ungüento de vida para nuestros pueblos:
que habremos de fenecer para resurgir,
pero también que iremos más por lo que permanezca que por lo que se vaya,
y eso lo harán los que construyan,
los que clamen arte, poesía y libertad.